“Te mostraré el infierno”, dijo el Señor, y dirigió al rabino hacia una estancia en la que había un grupo de gente famélica y desesperada sentada alrededor de una gran mesa circular. En el centro de la mesa estaba dispuesto un enorme puchero de estofado, más que suficiente para todos ellos. El olor del estofado era delicioso y al rabino se le hizo la boca agua. Aún así, nadie comía. Cada comensal sentado a la mesa esgrimía una larga cuchara, suficientemente larga para alcanzar el puchero y extraer una buena cucharada de estofado, pero demasiado larga para conseguir introducir la comida en la propia boca.
El rabino vio que su sufrimiento era realmente terrible e inclinó su cabeza compadecido. “Ahora te mostraré el cielo”, dijo el Señor y entraron en otra estancia, idéntica a la primera: la misma gran mesa circular, el mismo enorme puchero de estofado, las mismas cucharas con sus mangos de gran longitud. Aunque había una gran alegría en el ambiente: todos parecían bien nutridos, rechonchos y eufóricos.
El rabino no podía entenderlo y recurrió al Señor. “Es sencillo”, dijo el Señor, “pero requiere cierta habilidad. Como puedes ver, en esta estancia la gente ha aprendido a alimentarse entre sí”.
(Yalom, I.D. 2000)